Todos Monstruos es el título del octavo álbum de Las
Extraordinarias Aventuras de Adèle
Blanc-Sec, una espléndida serie en la
que Tardi ha interpretado muy lúdicamente el anacronismo y las
claves narrativas del folletín, un antecedente del culebrón, de
muchos mangas, y de buena parte de la narrativa popular. Diecinueve
años después del inicio de la serie y diez desde la aparición del
último título, El abogado de dos cabezas, Tardi orquesta en esta
obra una especie de divertida traca final, en la que elementos
narrativos como la mistificación de personajes, la coordinada
interrupción de escenas, la repetición de efectos dramáticos, la
reflexión sobre la guerra y la sociedad y la auto-referencia,
caminan alegremente hacia el desmadre.
En ella se prodiga la aparición de personajes, disparatados y estrafalarios, pero significativos, que después se interrelacionan de tal forma que se establece una especie de red de acontecimientos que se espesa a medida que nos aproximamos al desenlace del álbum, ligándose todas las intrigas y los devenires de los protagonistas. Los monstruos, de presencia determinante en estas aventuras, vuelven a hacer acto de presencia en este episodio, pero ahora no se trata de criaturas extrañas, producto de la naturaleza o de su manipulación por los hombres; en esta ocasión, los monstruos son o bien la conducta de los propios humanos o los temores, los profundos miedos, que habitan en sus mentes desde la infancia. Y por fin, también está París, esa ciudad que no se limita a ser un hermoso fondo, sino que actúa como un personaje más al que Tardi retrata con precisión realista, en contraste con el estilo caricatural dedicado a los humanos, para dar testimonio de una época y una forma de vivir sin la cual las aventuras de Adèle Blanc-Sec se moverían en el vacío.
En ella se prodiga la aparición de personajes, disparatados y estrafalarios, pero significativos, que después se interrelacionan de tal forma que se establece una especie de red de acontecimientos que se espesa a medida que nos aproximamos al desenlace del álbum, ligándose todas las intrigas y los devenires de los protagonistas. Los monstruos, de presencia determinante en estas aventuras, vuelven a hacer acto de presencia en este episodio, pero ahora no se trata de criaturas extrañas, producto de la naturaleza o de su manipulación por los hombres; en esta ocasión, los monstruos son o bien la conducta de los propios humanos o los temores, los profundos miedos, que habitan en sus mentes desde la infancia. Y por fin, también está París, esa ciudad que no se limita a ser un hermoso fondo, sino que actúa como un personaje más al que Tardi retrata con precisión realista, en contraste con el estilo caricatural dedicado a los humanos, para dar testimonio de una época y una forma de vivir sin la cual las aventuras de Adèle Blanc-Sec se moverían en el vacío.
Pepe Gálvez en Slumberland
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