Después de
casi veinte años de concebir mes a mes las andanzas y vivencias de
unos mismos personajes, habiendo atravesado etapas en las que la
querencia por éstos y la inspiración y el pulso narrativo
alcanzaron cotas notables, y otras en las que el aburrimiento y el
agotamiento hicieron presa y se malcumplió como se pudo, a base de
piloto automático autofagocitador, después de veinte años de venir
haciendo lo mismo, digo, las neuronas se atrofian, se anquilosan y se
hacen incapaces de trabajar en nuevos parámetros, de pensar cosas
diferentes, de tener nuevas ideas.
Así
que, claro, cuando más bien de repente y a mala leche te arrebatan
estos personajes y te dejan de patitas en la calle (aunque, eso sí,
en una calle en la que abundan los vecinos dispuestos a darte
cobijo), es de comprender que acabes aceptando la hospitalidad de
cualquiera y volviendo a hacer lo mismo que has hecho durante los
anteriores veinte años (entre renovarse y morir hay una tercera
opción: vestirse de seda y quedarse mona).
Cuando esto
ocurre, el resultado no puede ser otro que un tebeo válido para
aquél que te ha podido soportar, o incluso disfrutar, los veinte
años previos, y perfectamente prescindible para quien hace tiempo
que decidió que tu fórmula estaba agotada.